Escribí una novela, corta, triste, dura. Se la leí a alguien que necesitaba un
empujón para cambiar el rumbo de la suya. Me dijo, es buena. La dejé olvidada
entre palabras. Mi único lector se enfrentó al miedo y la cobardía que nace de
los convencionalismos y el qué dirán. Las felonías a las que sometía mi
personaje a su ser más querido le hicieron lanzarse al abismo e intentar desplegar sus
alas y volar lejos. No quería convertirse en ese ser oscuro. Hoy vive su
historia sin cortapisas. La que yo escribí acabo de romperla y la traigo aquí
envuelta en sus pedazos. La doy por publicada en el eco que resuena allá donde
él sigue escribiendo la propia, sin romperla.
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