Un lecho de sal blancuzca se extiende entre el silencio. Unas barcas pintadas de esperanza descansan en una playa lunar. Es mediodía. Las libélulas escondidas en su mundo de hadas hacen solitarios. No hay juncos donde posar sus zapatos de seda y los mosquitos volaron al Mediterráneo a buscar pieles bronceadas e infancias jugando con la arena. Sigo las huellas de un ánade fantasma y llego hasta donde mis pies se hunden en su lecho de barros curativos. Si quisiera, podría cubrir mi cuerpo del luto escondido bajo su manto blanco, sudario de sal que envuelve este dolor callado. El de los que fuímos bautizados para pertenecer, por siempre, a esta Mancha cuya playa sirvió a la felicidad de muchos tiempos. No lloraré, lo hice hace tanto que hoy solo me queda implorar a la madre tierra, al sol, al agua, a los vientos que se lleven volando los malos agüeros. Ay mi laguna, tan bella y tan triste, arrastrando su sed hasta nuestras secas almas, ahí sigue alimentando nuevas especies, porque no se rinde y sigue viva en su deshidratada existencia. Ay mi laguna.
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