Hay sensaciones que solo se sienten en las casas vacías. Silencio húmedo. Ecos de pisadas. Un gato que se estira en el alféizar de la ventana y una araña que juega a ser reina de la noche colgada de una ajada viga del techo.
Allí hubo grano, allí un pernil se secó al frío antiguo de La Mancha. Detrás de la puerta un mandil raído colgaría de un clavo oxidado. Alacenas de cal, candiles de aceite, un susurro tras la cortina, un puchero sobre ceniza caliente.
Respiro un tiempo que no fue el mío y sin embargo lo reconozco.
Aquí nacieron. Aquí vivieron. Aquí escribieron el relato de su existencia. Yo no era uno de ellos, ahora tampoco y sin embargo formo parte de esta casa de alguna manera. No quiero ser de ella . No quiero oír estos silencios ni los pasos ni los ecos. Quiero la araña y el gato. Cojo una tiza y trazo una línea. Es una frontera. Hasta aquí de ellos, de los otros, desde aquí lo mío. Y entonces una sombra se cuela por la puerta, se carcajea y grita fueraaaaaa. Me asusta. Pienso. Recapacito.
Lo entiendo, yo no soy nadie, no puedo trazar los límites de la existencia. Hoy estoy aquí, mañana estará otro, pero el espacio que hoy piso y el que ocupó el candil, seguirá siendo el mismo a no ser que todo haya desaparecido. Me iré como ellos, la casa será destruída pero el espacio quedará para otra araña, otro gato y quizá otro yo, a no ser que lo engulla un agujero negro.
Entonces me estiro todo lo larga que soy, que no es mucho, y vuelvo a sentir lo que se siente en las casas vacías. Eternidad.
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