Cosida a sus labores

                                                    


 Aprendí a regañadientes a coser, bordar repetidas cenefas de punto de cruz, vainicas y dobladillos durante aquellas tardes de costura en el patio, con mis abuelas y mi madre. Me negué a bordar un ajuar y a soñar con planchar el embozo que cubriera una noche de amor. No sería la mujer de un hombre, sería una mujer independiente que podría compartir o no la vida. Conseguí saltar del arillo al libro y aprendí cada día a tejer la distancia entre la noche y el día. Curioseo ahora dentro de las entretelas de mi ser el contorno de la prehistoria que me reconstruye. No quería saber de costuras y hoy me sentaría cada tarde por saberlo todo para poder habitarme y pensarme desde ellas, de las que tanto soy, porque también en mi se aprecia su labor.



Ruinas de afectos

 


Hay un silencio oscuro, un ayuno de palabras, un crujir sordo de pasos y una soledad a gritos tras el azul de la ventana carcomida. Una mano se empeña en cuidar ese vacío repleto de vivencias, conservar la memoria de tanta desmemoria mientras me regalen los días la posibilidad de acercarme. No puedo entrar, está en ruinas el techo que sostuvo las noches, la escalera que llevaba al paritorio de una gata de luna y no soy dueña de la llave que abre la despensa de los retales del alma. Solo una manita de añil por darle suspiros a una canción  que nos trae el viento del cálido verano. Una penita profunda y una sonrisa  por caricia al desconchón de los desafectos.

Salvadores

                                                

 Éramos cinco y una cría de golondrina en el suelo, una tapa de lata con agua y unas migas de pan. Todos intentando saciar una sed que adivinábamos y una pena que sentíamos. Un pico amarillo se abría a la gota que caía del dedito de una enfermera acostumbrada a sacar adelante a bebés prematuros. Una escalera a la que se decide trepar por dejar al polluelo en su nido. Una mano enorme que lo eleva y lo deposita junto a otras crías que pían. El género humano trabajando en equipo por salvar al individuo que ocupa, junto a su familia, el rincón del portal de la casa y...

Veinticuatro horas después  me acerco por comprobar si todo va bien. Voy sin gafas, se adivina un bulto oscuro entre los excrementos, sospecho algo que no va a gustarme. Doy la vuelta y regreso con las lentes. Un ejército de hormigas devora al bebé que sigue vivo pero exhalando un último suspiro. Selección natural, se llama. Arrojado nuevamente por quien es conocedora de su mal, acaba enterrado entre el toronjil. 

En ocasiones no se necesitan salvadores pero si conocer la vida de los otros.