Dolor no es la palabra, es como que una herida grande que se abre dentro, muy dentro. Todo se suma al negro, a la oscuridad y a la confusión. No ves, no oyes, todo es calor y niebla. Entre los velos que cubren la cocina, el pasillo y toda la casa solo aciertas a ver una realidad que te humilla y te vas hacia ese lugar oculto entre palabras que no deseas oír. El brazo se adelanta a tu pensamiento y tus dientes rechinan y se aprieta la boca al mismo tiempo que el puño y los pies te llevan entonces hacia ella. No, no hay nada que te aparte de ese camino que sólo te lleva a la violencia.
Pero ya estás al otro lado de la calle. La boca te sabe a sangre, te has mordido, y en la mano llevas clavadas las uñas de tu hombría, de tu orgullo. Andas doblando las rodillas sin mirar atrás. Tiemblas. Un frenazo te hace regresar. Vuelves la cabeza y miras hacia arriba. En la terraza, el más pequeño agita la mano aupado por el mayor que, algo triste, te grita ¡Vuelve pronto papá! Vuelves la esquina, las tinieblas se disipan, ya vas viendo más claro. En el metro te ves reflejado en el cristal. Ahora ya estás tranquilo. ¡Uf, menos mal!