Aprendí a regañadientes a coser, bordar repetidas cenefas de punto de cruz, vainicas y dobladillos durante aquellas tardes de costura en el patio, con mis abuelas y mi madre. Me negué a bordar un ajuar y a soñar con planchar el embozo que cubriera una noche de amor. No sería la mujer de un hombre, sería una mujer independiente que podría compartir o no la vida. Conseguí saltar del arillo al libro y aprendí cada día a tejer la distancia entre la noche y el día. Curioseo ahora dentro de las entretelas de mi ser el contorno de la prehistoria que me reconstruye. No quería saber de costuras y hoy me sentaría cada tarde por saberlo todo para poder habitarme y pensarme desde ellas, de las que tanto soy, porque también en mi se aprecia su labor.

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