Tienen las casas viejas el olor de las tormentas, la suerte del silencio y la calma cuando cierras la puerta y el trueno de los recuerdos relampaguea e ilumina un rincón hace tiempo olvidado. Tengo por costumbre retocar las paredes y pintar lunas que crezcan o mengüen para dotar de la inercia de los días la vida que se cuela por las desvencijadas ventanas. Gusto de poner añil en las paredes, colgar pañuelos de seda rojos en las chimeneas por traer el fuego del hogar a las frías sombras, y luego, acurrucarme en el escalón que me lleva a los brazos de ellas, las mujeres que cubrieron de estrellas este singular cielo que se resiste al tiempo tan cerca de la casa donde habito, todavía. Un lugar en peligro de extinción que necesita latidos.
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