El olor de la vida


Ayer olia a la plaza de mi infancia. A los árboles que nos daban juegos con hojas de gallo o gallina. A los coyotes que no eran animales y salían de neveras bajo el kiosko de la música. Olía a gente que paseaba arriba y abajo durante tres horas, en 20 metros o menos, cuando los fines de semana solo eran tardes de domingo. Olia a grupos de amigas que reían en los bancos de una iglesia ocupada por mujeres de negro susurrando oraciones, a un pueblo con sillas en las aceras y más mujeres de negro sentadas a las puertas de casas enjalbegadas por donde escapaba el frescor de los zaguanes hacia los cuarenta grados a la sombra. Mujeres que eran viejas siendo jóvenes. Ayer olía a anochecido, cuando a lo lejos se escuchaba la voz de un hombre cantando flamenco por sendas de luces amarillas que lo devolvían a su hogar, llevaba un pañuelo de hierbas en la cabeza y una oz en la mano, volvía a su casa contento aunque estaba muerto.
No era mejor aquel tiempo, pero también fue mi tiempo. Un espacio pequeño de aquella vida tan surrealista como comerse un coyote o jugar a adivinar géneros escurriendo las hojas en las manos mientras los novios se robaban besos bajo las cortinas y la fruta se descolgaba en las profundidades de los pozos.

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