De pequeña era una fiesta sentarme en la calle al llegar el verano. Las puertas abiertas, las vecinas como manchas negras agrupadas en racimos: aquí tres, allí cinco, más allá seis. Los cestillos con sus almohadillas de costura, la chiquillería jugando y mi abuela insistiendo en que me pasará con ella al portal –vamos adentro, está más fresquito y ahí fuera lo que hablen a ti no te interesa. Me pasaba a regañadientes imitando el tonillo del habla de las mujeres mientras soñaba con ser mayor.

Ahora que tengo más años que ellas, las puertas están cerradas, las casas están vacías y las que se sientan en la calle llevan camisetas multicolor, reivindican y lo hacen lejos de sus batientes. Yo nunca soñé con unas aceras tan frías. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario